LA MUERTE Y LA VIDA
Mi idea original para escribir los dos relatos siguientes fue:
del primero resumir lo que me pareció lo más importante del argumento de la
novela para recordarla y quizá, como aconseja Borges, volver a leerla, pues
toda la obra (aunque leída en español, pues no sé alemán), contiene valores y
reflexiones importantes sobre la vida y el esfuerzo para elevarse sobre uno
mismo; por no hablar de su gran valía como obra literaria. No fue por capricho
que a su autor, Thomas Mann, se le concediera el premio nobel en 1929.
El segundo, es un ensayito o compendio de dos partes
pequeñas de dos obras cumbre (¿o cumbres?) de J. Joyce que considero muy
emotivo y de gran lirismo.
Pero conforme los fui escribiendo me di cuenta de que
sería importante confrontarlos como dos percepciones de la vida: la de un
hombre maduro y decadente, que ya había logrado sus metas juveniles (a lo mejor
no todas) y la de un joven sano de cuerpo y alma asombrado ante el
descubrimiento de todo lo que la vida puede dar, pues Esteban tenía “una
imaginación risueña que sólo nos es dada en los comienzos de la juventud”,
según dice un autor famoso.
No es mi intención ser pretencioso, pues las escribí para mí,
para mi satisfacción; pero me nació espontáneamente compartirlas con mis
escasos lectores. Ojalá les agraden. AGR
Muerte en Venecia
Era Aschenbach un escritor de
renombre, reconocido y premiado muchas veces. Viudo y con una hija, vivía
separado y solo. A veces el tedio lo consumía: horas y horas que a solas lo
sumían en una depresión enfermiza, pues trabajaba intensamente por
intervalos, sólo cuando se sentía inspirado.
Había nacido en Silesia, y a sus cincuenta años era un escritor
escrupuloso que debía su fama a su disciplina en el trabajo y a su talento
alimentado por un sinnúmero de lecturas clásicas y un afán de superación
heredado de su padre, que fue un probo funcionario judicial. Sus ancestros
alemanes habían sido cuidadosos burócratas y a ellos debía sus normas severas y
rígidas. De su madre, que era bohemia, había recibido el don de la inspiración
propia de esa raza y un tipo físico que difería de los alemanes puros, pues era
moreno y un poco más bajo de lo normal. Desde muy joven se distinguió en la
escuela, pues sabiéndose débil de cuerpo procuró hacerse fuerte en lo moral:
estudiaba arduamente y se imponía un ritmo de trabajo y de estudio fuera de lo
común.
Se sentía muy satisfecho de sus logros, pues el gobierno le
había otorgado la dignidad de caballero por la calidad de sus libros y escritos
e incluso uno de ellos, “Un miserable” lo instituyó como texto en las
escuelas. Era ya pues Gustavo von Aschenbach. Vibraba en su pecho el impulso del
trabajo arduo que agita a la mayoría de los hombres de bien, y ese afán se
reflejaba en sus obras. Con estos antecedentes magramente esbozados,
iniciaremos el relato resumido de lo que el genio de Thomas Mann convirtió en
una obra de arte.
Estaba ya entrada la primavera cuando Aschenbach,
que había fijado su residencia en Munich, salió a dar
un paseo sin un fin determinado. Su deambular lo llevó por los rumbos del
cementerio de la ciudad, vio a los escultores trabajando en sus cruces y
monumentos y eso lo hizo reflexionar en la fragilidad de la vida, estaba
sumido en esos pensamientos cuando se topó con un hombre de aspecto raro,
pelirrojo y vestido como excursionista pues llevaba una mochila de viaje.
Su mente de artista lo llevó a paisajes lejanos, a lugares de vegetación
tropical lujuriosa y salvaje y decidió hacer un viaje.
Tomada esa decisión, sopesando pros y contras y después de
algunas vacilaciones, se decidió por ir a Venecia.
Su llegada fue un poco irregular: Soplaba un viento desapacible
y en el barco que lo llevaría a la ciudad iba un grupo de jóvenes ruidosos y
alegres que al principio le cayeron bien, pero entre ellos y como parte del
grupo, vio a uno que le pareció un poco fuera de lugar pues su vestido era más
chillón y sus muecas y contoneos eran exagerados ; se fijó en él y se dio
cuenta de que era un viejo disfrazado de joven, pues tenía muchas arrugas que
trataba de disimular con afeites muy notorios, era un “joven de
utilería”; además estaba ebrio y sus extravagancias lo pusieron de mal
humor. Pensó que para un romano antiguo, ese era un mal augurio que lo haría
desistir del viaje. Para colmo, la góndola que tomó de la estación a la
plaza de San Marcos era lo que nosotros los mexicanos llamaríamos como un “taxi
pirata”, que lo llevó por una ruta llena de vueltas y rodeos innecesarios que
lo impacientó, pero la vista de las cúpulas bizantinas de San Marcos, el campanile y la amplia plaza, lo hicieron sentirse mejor.
Por fin llegó a su hotel y la tranquilidad y el lujo que reinaba
en “los grandes hoteles” de aquel tiempo, lo calmaron y por un momento sintió
que sus vacaciones serían cómodas y
satisfactorias.
Instalado ya en un buen cuarto que miraba hacia el mar, se
sentía más cómodo. Por la mañana se vistió con esmero para bajar a desayunar,
eligió una mesa un poco apartada y recorrió el salón con la vista. Los
huéspedes seguían llegando al comedor, entre ellos llamó su atención un grupo
familiar: tres jovencitas, la mayor de 17 años y la menor de 15 que estaban en pleno
esplendor juvenil, un poco después llegó a reunírseles un muchacho que apenas
llegaba a los 14 años, pero era alto y estaba ya bien formado. A las chicas
casi no las miró, le parecieron feúchas y mal vestidas y a la institutriz que
las acompañaba la ignoró por completo. Pero el niño le pareció bello como
Adonis; admiraba su pelo, su rostro, su cuerpo, todo. No solo eso: sintió una
atracción que llegaba a lo sexual. Ahora ya tenía motivo para disfrutar de su
descanso: la admiración del muchacho.
Pero el sirocco que no había dejado de
soplar le sentaba muy mal: traía olores fétidos del Gran Canal y desató una
peste en la ciudad. Pensó en abandonarla e hizo los arreglos necesarios, pero
algo salió mal, no pudo tomar el tren y tuvo que regresar al hotel. Interiormente
eso le satisfizo: el joven lo atraía irremediablemente.
A pesar de sus aprensiones internas a las que trataba de
reprimir sin conseguirlo totalmente, empezó a gozar de sus vacaciones. Se
pasaba horas frente al mar contemplando, admirando al adolescente en sus idas y
venidas, en sus jugueteos. Cuando éste por descuido o quizá por malicia lo miró
a los ojos, Aschenbach se turbó, enrojeció (¿de
placer? ¿de pena?). Sentía, como César, mortificación,
vergüenza por esta debilidad - si hay que llamarla de alguna manera - Pero la
atracción que el joven le inspiraba era más fuerte que su voluntad.
Ahora pasaba más tiempo con el peluquero acicalándose para tener
mejor presencia y para enterarse de las andanzas de los huéspedes, en especial
de las de Tadzio el niño polaco objeto de su
devoción. Se enteró así que la familia daría un paseo por la ciudad y él se
dispuso a seguirlos para estar cerca de su amor. Los siguió a hurtadillas por
las calles estrechas y húmedas escondiéndose para no ser notado, avergonzado,
sudando por la excitación y el calor.
En las noches como para justificarse a sí mismo, repasaba
mentalmente los largos discursos de Sócrates en el Fedro
que tratan de lo adecuado y bello del amor entre un hombre viejo y otro joven
aunque el mismo Sócrates argumentaba que la meta era guiar al joven hacia lo
verdaderamente bello: la virtud, la templanza, el amor a la sabiduría.
Recordaba que hombres muy viriles como Aquiles y Alejandro tuvieron también
amores con muchachos. Pero Aschenbach sabía que lo de
él no estaba bien.
Casi para finalizar sus vacaciones se enteró que los polacos
estaban por irse. El último día bajó a la playa para ver a Tadzio.
Sentado en su silla veía con deleite al muchacho pasearse por la playa, el sol
estaba ya alto y el ambiente era agradable, la tarde caía ya, cuando de pronto
su vista empezó a nublarse, vio a Tadzio como
esfumándose en la penumbra. Fue su última visión. Cayó lentamente hacia delante
pero ya no le dolió el golpe de su cara en la arena. Estaba muerto.
Quiere hacernos creer el laureado novelista que Aschenbach murió por la peste que se había abatido sobre
Venecia, pero nosotros sabemos que murió de ese amor morboso y vergonzante, del
“amor que no se atreve a decir su nombre”.
La Virilidad
Recuerdo
los tiempos en que deseaba todo lo que
estaba
a mi alrededor y que me sentía capaz
de alcanzar; en que quería conocer
todas las
verdades de la
ciencia; recuerdo el hervor
de la sangre al ver a las muchachas.
¿Preguntáis qué es lo que quiero?
¡D evuélveme la juventud!
Goethe (Fausto) *
Caminaba Esteban lentamente por la orilla de la playa, el mar a
su izquierda aparecía muy calmado, el oleaje apenas se insinuaba. A su derecha
se elevaban pequeñas dunas y un poco más al fondo crecían unos matorrales como
encuadrando el paisaje.
Esteban era un hombre joven recién salido de la adolescencia,
culto y estudioso y dotado de una inteligencia que sus amigos reconocían – Su
íntimo amigo, Buck, era el único que entendía sus
monólogos y que a veces se burlaba de él – sus estudios los había hecho con los
jesuitas y a pesar de que pensaba que los clérigos eran demasiado rigurosos,
reconocía que su amor al estudio científico y a la lectura de los clásicos
griegos y latinos lo debía a ellos. Estos conocimientos que se adquieren por
medio de la experiencia y la prueba, chocaban con los teológicos, que se
derivan de la fe y de un dogmatismo rígido. Era pues un poco escéptico pero
algo de su formación católica le parecía formativo y valioso. Leía mucho a
Shakespeare, del que era un experto y por esa época daba clases para
sostenerse, pues era de familia pobre.
Tenía el carácter retraído y para animarse, iba a veces a tomar
una copa con Buck y con otros amigos y lo pasaba
contento, pues no era huraño sino amable y simpático. Recordaba una plática que
había tenido con un maestro jesuita, el decano, hombre ya grande, que opinaba
que la naturaleza de cada individuo era muy difícil de cambiar: “es connatural
en el ladrón ser ladrón” le decía y por eso y por haber perdido a su madre muy
chico sin haberla acompañado en la hora de su muerte, creía que no podría
cambiar: seguiría siendo reflexivo y un tanto introvertido.
Iba pues Esteban ensimismado en sus pensamientos, pero por su
natural sensible admiraba la tarde que caía; con gozo veía por doquier grupos
de paseantes, de niños riendo y jugando por la playa plácida.
Llegó al borde de un arroyo que moría en el mar, se quitó los
zapatos para cruzarlo y siguió con la vista el cauce hacia arriba, de donde
bajaban las aguas claras y límpidas que mecían suavemente las algas que
medraban en su lecho. De pronto su mirada se detuvo: una muchacha se
destacaba sobre el fondo, era muy joven, la falda arremangada hasta casi las
caderas, dejaba ver sus piernas esbeltas y blancas. Miraba hacia el mar como fascinada por el paisaje, sus pies jugueteaban
con las aguas del arroyo: se balanceaban suavemente de aquí para allá… de aquí
para allá. Esteban se quedó de una pieza, absorto. Su vista no podía apartarse
de la muchacha: era la imagen de la belleza, serena, perfecta; su falda
recogida por delante, caía por detrás, como la cola de una paloma, realzando
toda su armoniosa figura. Atraída por la varonil y ardiente mirada, la joven
volteó su rostro hacia Esteban y por un momento se vieron a los ojos.
Tranquila, sin alterarse, sostuvo la arrobada contemplación del hombre y luego
la volvió lenta, morosamente, hacia el mar.
¡Dios del cielo! gimió Esteban rojo de emoción, sintiendo toda
la intensidad de la poesía y fuerza de la vida, encarnadas en el juvenil cuerpo
femenino.
Se dio la vuelta y se alejó para calmarse, tenía la sensación de
haber descubierto lo que era la vida: luchar, errar, caer, levantarse y
sobre todo amar, amar, crear vida de la vida. “El ángel de la juventud” se le
había aparecido y le había abierto los caminos del error y de la gloria.
Su cuerpo era una brasa, se
detuvo y oyó el zumbido de su corazón desbocado. Se tendió en la arena húmeda “para
ver si la paz y el silencio del atardecer conseguían aplacar el tumulto de su
sangre”
Nota * El epígrafe es una interpretación mía, de un trozo
más largo de Goethe.
Américo
García Rodríguez -- 2005